Mucho más divertido que hacer una obra de arte, es jugar a hacerla. Y más divertido incluso que jugar a hacerla, es simplemente jugar.
A veces, cuando nos sentamos a crear, perdemos de vista que la creación es un devenir, y no la búsqueda de un resultado.
Muchas veces, llegar al resultado es algo necesario (por ejemplo en un trabajo), pero gran parte de las veces no lo es, e igualmente nos perdemos el goce del recorrido por la mera ansiedad de la llegada.
Experimentar es justamente hacer lo contrario: poner la atención en el recorrido, en el camino.
Supongamos que nos dedicamos a la pintura. Experimentar no sería tratar de realizar un cuadro, sino ver las posibilidades que se abren a partir de nuestro impulso creativo y los materiales.
¿Qué pasa si combino pintura acrílica con tinta china? ¿Y si uso una esponja en lugar de pincel?
Como se advierte, estas preguntas no tienen que ver con un resultado final, sino con expandir las posibilidades del devenir.
De esto, claro, podrá resultar una obra, pero también puede ser que no. Acá lo importante no es la obra, sino la experiencia de amplificar el recorrido.
¿Entonces perdí mi tiempo? No, experimentar es pura ganancia. Porque nos conecta con nuestro lado más curioso y lúdico, con la primera infancia de los experimentos y el descubrimiento del mundo.
Una de las pautas de la meditación Zen, en oriente, es sentarse a meditar sin espíritu de provecho. Esto quiere decir, sin buscar nada, que pase lo que pase, sin idea previa.
En nuestra cultura, en cambio, el objetivo es algo muy arraigado, y no contamos con un concepto similar a este. Por eso mismo, nos cuesta experimentar. Y así nos perdemos mucho del juego de crear.
Cuando miro una obra de arte, me gusta pensar qué sucedió antes de que esa obra sea un hecho, ¿cuál fue su devenir?
Tomemos por ejemplo El Beso, de Gustav Klimt. Uno la mira y ve claramente un beso, un gran planteo decorativo, pintura brillante, etc. Pero lo que no vemos, y está bueno imaginar, son los besos que contiene ese beso. Las pruebas de color, de materiales, ese experimento de mezclar pintura con limadura de oro, la o las parejas que habrán posado, los besos soñados por Klimt, en fin, las formas que quedaron afuera de los libros de arte.
En esto no hay dudas: la obra es maravillosa. Pero no nos quedó su juego. El juego se transmutó en arte, en belleza (aunque quizás, de tanto admirar el cuadro, la belleza nos devuelva la esencia del juego y queramos salir corriendo a pintar, a mezclar pintura con alguna cosa o incluso a darnos besos.)
Por todo esto, además de seguir produciendo obras, quisiera invitarlos a recuperar su lado más experimental. A no dejarse llevar por la ansiedad de los objetivos y a detenerse en el maravilloso tránsito.
El juego creativo, además de enriquecedor, es intransferible. Y siempre redunda en inesperados y sutiles placeres estéticos. Placeres parecidos al de detenerse en mitad de la ruta a contemplar el sol y a deleitarse con las cerezas más ricas del árbol.
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